¿Por qué nos enseñan mal a vivir y a morir?

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«Entre lo que se siente y lo que se expresa hay la misma distancia que entre el alma y las letras del alfabeto, es decir, el infinito. Lo más bello no está escrito» (LAMARTINE)

 

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«El día es excesivamente largo para quien no lo sabe aprovechar» (GOETHE)

Por la mañana, muy temprano, decido subir a uno de los cerros sin roturar que hay en la falda de la sierra del Escudo. Con el crepúsculo estos cerros son como pequeñas islas en medio de la bruma que se eleva formando un mar de nubes. Aunque la pendiente crece, avanzo a buen paso disfrutando del ejercicio. La capa de hojas muertas bajo mis pies produce un reconfortante murmullo que me hace recordar los húmedos días de otoño, cuando aspiraba el vapor que surgía del suelo, de las capas de hojas amarillas, marrones y anaranjadas que creaban esa mezcla única, inconfundible, de aromas de tierra y humus.

Un cielo azul de porcelana emerge del vientre de la noche y como pinceladas doradas los primeros rayos de sol no tardan en caer en las terrazas de cultivo entre el silencio de la luz cortante. El cielo se adueña de la noche y las ramas de los almendros que han resistido el invierno aparecen llenas de racimos de flores susurrando al viento. Con sus blancos y rosados capullos, estas flores perfuman el aire lanzando su aroma dulce y etéreo. Resulta hermoso ver florecer los almendros cuando está muriendo el invierno y quiere nacer la primavera. Florecen tan deprisa que después de alcanzar su máximo esplendor los pétalos caen al suelo y mueren. Su vida es tan efímera como su belleza.

«Mono no aware»

Esta visión me conmueve y llena de lágrimas mis ojos. Me recuerda a los pétalos de las flores rosadas del sakura (cerezo) que en Japón, desde hace siglos, representan lo efímera que es la vida. Amigos y familiares se reúnen, comparten los alimentos que cada uno lleva y celebran la vida junto a los sakura durante el festival de Hanami (‘ver la flor’). Para los japoneses los pétalos que caen el tercer día del Hanami no son los más bellos pero sí los más emocionantes, porque es entonces cuando uno comprende lo transitoria e inefable que es la belleza. Ellos lo llaman «mono no aware» y significa que todo en el mundo tiene un principio y un final. Pero ese final es parte de un ciclo inevitable que nos enseña a ser sensibles ante la belleza que hay en todo lo que nos rodea y a valorar cada instante de la vida. Al ver caer los pétalos ese día, cuando la floración del cerezo llega a su fin, uno sabe que no habrá mañana, que ésta es su última despedida y su belleza entonces parece mayor y más profunda.

Igual que los pétalos vuelven a la tierra de donde proceden, también a ella irán a parar nuestra carne y nuestros huesos. Los seres humanos somos como las flores del almendro, formamos parte de la madre Tierra y, en cierto modo, nuestra vida es tan efímera como la suya. Cada segundo en nuestro cuerpo se forman unas trescientas cincuenta mil células. En este mismo momento unos mil millones de células se están transformando, dividiendo, muriendo o renovando. La mayor parte de nuestro cuerpo, incluida la estructura de nuestros genes, se renueva cada año. Quizá, ante esta certeza, en la tarea cotidiana de vivir conviene alejar la vista del ayer o del mañana y buscar con la mirada el hoy, ese presente que se nos escapa y se aleja sin apenas darnos cuenta para no volver jamás.

Se nos enseña mal a vivir

Dice Octavio Paz que el ser humano es el único que se siente solo y también es el único que se esfuerza por romper la soledad. Se nace solo y se muere solo. Nacer y morir son experiencias que realizamos en soledad. Tras nacer, todos nuestros esfuerzos tienden a romper la soledad. Buscamos compañía para liberarnos del sentimiento de soledad. Las penas de amor son penas de soledad, dice el lenguaje popular. Deseo de amor y soledad se oponen pero también se complementan. La soledad es una pena, es decir, una condena que busca su expiación. Es un castigo, si, pero también una promesa de redención en el amor.

Entre nacer y morir transcurre nuestra vida. A partir del momento en que salimos o se nos expulsa del claustro materno, iniciamos un camino que termina con la caída en brazos de la muerte. Nuestras vidas son un permanente aprendizaje de la muerte, aunque nos cueste aceptarlo. Pero se nos enseña mal a vivir y también se nos enseña mal a morir. No se trata de esperar con temor a que nos llegue la muerte, sino de convivir con ella cada día. Nuestro miedo a la muerte es una servidumbre que nos impide vivir.

A vivir el presente que es lo único que tenemos. Pendientes de las expectativas del futuro, perdemos el presente y lo que en él podríamos haber hecho. Andamos errantes por la vida sin haber saldado las cuentas con el presente nuestro de cada día. A fuerza de mirar hacia afuera, hacia otro tiempo que no es el nuestro, aumenta la incapacidad para mirar en nuestro interior. La inquietud y la insatisfacción oprimen nuestro corazón y dejamos de pertenecernos. Vivimos una negación de la vida. Y de la vida no vivida surge un potencial de destrucción y de abandono. Vivir resignados es una forma de malmatarnos.

Sin embargo, aquel que no aplaza nada, aquel que vive y muere cada minuto, cada instante, sin continuidad con el pasado o con el futuro, aquel que salda sus cuentas día a día con la vida, no le falta tiempo para vivir y tiene el ánimo dispuesto para ese momento final que es el morir. La riqueza, fama y poder son temporales y al final no importa lo que tienes ni lo que debes, de donde vienes o el bando que escoges, la muerte los hace irrelevantes. Con ella desaparecen el resentimiento, la frustración o los celos, expiran las ambiciones y esperanzas, se desvanecen las ganancias y las pérdidas.

¿Por qué nos matamos?

Dime como mueres y te diré quien eres. La manera de morir es un espejo que refleja la manera de vivir. Si uno no muere como vive es porque en realidad la vida que ha vivido no le pertenecía. Si nuestra muerte no tiene sentido, tampoco nuestra vida lo tuvo. Cada cual tiene la muerte que se busca en vida. Si, cada cual tiene la muerte que merece.

La indiferencia ante la muerte se alimenta de la indiferencia ante la vida. ¿Por qué nos matamos? Porque nuestra vida y la ajena carecen de valor. La vida y la muerte son inseparables. Si la vida pierde su sentido, la muerte se convierte en algo intrascendente. La muerte despoja a la vida de toda su vanidad. La civilización occidental presume de tener un profundo respeto por la vida humana, pero esta es una noción hipócrita porque niega la muerte. El culto a la vida es inseparable del culto a la muerte. De forma que quienes niegan la muerte, antes o después niegan la vida. No comprenden que, aún siendo contrarios, muerte y vida también se complementan.

«La muerte, cuando se la contempla de cerca, es el verdadero objetivo de nuestra vida; desde hace algunos años me he familiarizado con esa verdadera y perfecta amiga del hombre, que su imagen no sólo ya no tiene nada de espantoso para mí sino que se me presenta apacible y consoladora; y doy gracias a mi Dios de haberme procurado la ocasión (…) de aprender a conocerla como la llave de nuestra verdadera felicidad» (W. A. MOZART)

Vivir es un continuo morir y un permanente comienzo

Aspiré, una vez más, el perfume milagroso de esas flores que traspasa el tiempo y los recuerdos. Fue una aspiración larga y profunda, pero también fugaz, como la vida que se nos va sin apenas darnos cuenta. Vivir es un continuo morir y un permanente comienzo. Vivir es dejar atrás, separarnos del que fuimos para sumergirnos en el que vamos a ser, futuro personaje siempre extraño. Y ya que somos ese que vive y muere cada día y cada instante, nuestras vidas se cumplirían mejor si fuésemos conscientes de que transcurren como la de las flores del almendro: vivir y morir, renacer para vivir y seguir muriendo. Los ciclos de reproducción se suceden inexorablemente. Por eso, a diferencia de los demás animales, para el hombre el tiempo durante el que vive tiene un hechizo mágico, porque uno sabe que ese tiempo no volverá jamás. Mientras exista vida todo final es un comienzo: no hay muerte que sea un completo fracaso. Un nacimiento, cualquier nacimiento, nos emociona porque con él la vida se perpetúa. Quizá por ello la muerte de un niño sea la más trágica de las muertes.

Almendros en flor

Foto: Mariano Belmar

Cuando comienza a bajar el sol y la luz de la tarde se vuelve amarilla, un viento repentino llena el horizonte de nubes que muy pronto lo cubren todo. Ahora el paisaje es completamente gris, iluminado por esa luz incierta de los días plomizos y el monte se llena de un silencio solemne: parece que por fin va a llover. De repente el silencio se rompe por un gran trueno que se expande ladera abajo, retumbando por los valles, campos y barrancos. Un intenso y fragante olor a tierra mojada anuncia que la lluvia está muy cerca. El ambiente se va cargando de electricidad y ráfagas de viento doblan las ramas de árboles y arbustos mientras se levantan pequeñas nubes de polvo.

«En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vivencia» (F. Nietzsche, Ecce Homo)

Los picos de las sierras ya están cubiertos de nubes y varios relámpagos quieren iluminar la tarde seguidos de los roncos estampidos de los truenos. Caen las primeras gotas de lluvia y se desata la tormenta: gruesas cortinas de agua movidas por el viento se abaten por cerros, campos y collados. Una hora más tarde la tormenta parece querer amainar, cesan las ráfagas de viento y una lluvia fina y constante llena ahora el paisaje. La mayor parte de la fauna sigue escondida para protegerse de las inclemencias del tiempo. El profundo silencio del monte se ve acompañado por el sonido rítmico de la lluvia y de las gotas de agua que resbalan por las hojas de pinos y encinas, de madreselvas y lentiscos, de coscojas, enebros y quejigos.

Desde mi refugio en el abrigo de una pared rocosa observo como amaina la tormenta. La lluvia se convierte en brisa. Poco a poco el siseo se va apagando hasta destilar silencio en una llovizna callada. Ha dejado de llover, pero el día sigue siendo amenazadoramente gris. La luz es ahora más débil, envuelta en el paño blanco de la neblina que va creciendo por los cerros boscosos y las terrazas cubiertas de almendros. Sobre la tierra empapada de agua emergen los rastros sinuosos de las lombrices de tierra y la estela de baba que dejan a su paso los caracoles y las babosas. La lluvia ha sido el germen de una sinfonía donde la vida llama a la vida.

La vida es una unión simbiótica y cooperativa

Mientras camino, por todos mis poros fluye la alegría del que disfruta contemplando el mundo natural. Un mundo que lucha desesperadamente contra la depredación cada vez más devastadora de la especie que presume de dominar este planeta. Seguimos empeñados en ignorar que la biosfera es un enorme sistema vivo, un organismo del que formamos parte los humanos y que la simbiosis ha sido la fuerza más importante de cambio sobre la Tierra. Esta unión de distintos organismos conduce a un beneficio mutuo al compartir permanentemente células y cuerpos.

Nuestro cuerpo está formado por unos cien billones de células que conviven simbióticamente con muchos más billones de bacterias y virus. Sin las mitocondrias, esas bacterias que hay en cada una de nuestras células, no podríamos vivir porque seríamos incapaces de utilizar el oxígeno. Lo que indica nuestra ascendencia multimicrobiana, gracias a la cual hemos llegado a ser lo que somos. El microcosmos vive en nosotros y nosotros vivimos en él. La vida es una unión simbiótica y cooperativa que permite sobrevivir a los que se asocian.

A pesar de nuestra soberbia, la vida en el planeta no nos necesita

«Si desaparecieran todos los insectos de la Tierra, en cincuenta años desaparecería la vida en el planeta. Si todos los seres humanos desaparecieran de la Tierra, en cincuenta años todas las formas de vida florecerían» (Jonas Salk)

La ilusión de considerar al ser humano independiente y separado de la naturaleza, es una peligrosa ignorancia y estupidez. Nuestra supuesta soberanía sobre la naturaleza hace tiempo que saltó por los aires. Porque a pesar de nuestra soberbia, la vida en el planeta no nos necesita.

Esto puede que le moleste e inquiete a algunas personas. Pero como explicó Lynn Margulis, el papel del ser humano en la evolución es pasajero y podría prescindirse de él en el contexto de la rica capa de seres vivos que conviven en la superficie del planeta. Podemos seguir contaminando el aire, la tierra y el agua a nuestros hijos y nietos y acelerar nuestra propia desaparición, pero eso no tendrá ningún efecto en la continuación del microcosmos. No servimos de alimento a ningún «enemigo» natural. Después de la muerte volvemos a nuestro olvidado y pisoteado suelo. Las formas de vida que reciclan las substancias de nuestro cuerpo son en primer lugar bacterias. El microcosmos sigue evolucionando a nuestro alrededor y en nuestro interior. Si tratamos de considerar a los microorganismos como nuestros antepasados, como los seres vivos más antiguos de la Tierra, nuestros sentimientos cambiarán, y de sentir miedo y odio hacia ellos pasaremos a respetarlos y tratarlos con consideración.

Jesús Agustín
Jesús Agustín

Es miembro de Vídeos Educa, donde comparte información y experiencias con todas aquellas personas que entienden la educación como una contribución al desarrollo de seres humanos libres. Trata de ayudar a desarrollar la habilidad y creatividad humanas, a conectar con nuestros talentos, aptitudes naturales e inclinaciones personales. Trata de ti (madre y padre, alumno y docente) y de temas que son importantes en nuestra vida, en la de nuestros hijos, amigos y vecinos, compañeros de trabajo y el planeta en el que vivimos.

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